Un niño encuentra en una soga la compañera de sus juegos solitarios: la soga es hamaca, es liana y finalmente se convierte en serpiente. El niño le da de comer y la cuida, inventan un código de juego propio, la soga es su compañera, es una buena compañera y tiene buenos sentimientos: cuando Antoñito quiere que ahorque un gato ella se niega. Es buena.
El cuento trabaja sobre la narración de esta relación íntima entre el niño y su objeto de atención y dedicación mayor, sobre los rasgos vitales de que el niño va dotando a la soga. La relación con la soga se convierte en cotidiana y confiable, no hay peligro allí, por eso nadie le advierte al niño que no juegue con la soga. Aparece aquí la metáfora que pone en escena los bordes inseguros de la vida cotidiana. Los anteriores a la soga eran juegos peligrosos, y de manera opuesta ésta no representa peligro alguno, pero ¿cómo sabemos dónde está el peligro? ¿Qué es lo verdaderamente peligroso?, ¿lo que se presenta como tal, o lo aparentemente inofensivo, lo que está allí donde tiene lugar la confianza? Toñito viola sobre el final del cuento el código establecido, el pacto que lo unía a su compañera, y entonces algo se rompe. La soga actúa siguiendo las reglas preestablecidas y el niño muere. El niño muere viendo su muerte, ve el rompimiento del pacto, muere con los ojos abiertos: el peligro y el lazo/soga de confianza se develan. La complejidad del mundo cotidiano, el de la seguridad y la estabilidad, se hace evidente: el niño muere con los ojos abiertos y la soga puede velarlo.